ESCRITOS SOBRE LA ENVIDIA

“La envidia es una declaración de inferioridad.”

Napoleón Bonaparte



Melanie Klein plantea que la envidia está separada de la frustración, no son los elementos frustrantes del objeto materno o de la situación ambiental los que provocan el impulso envidioso. Este impulso agresivo que es la envidia proviene del sujeto, es endógeno y su finalidad es atacar los aspectos buenos del objeto.

La envidia es primaria porque ataca al primer objeto con que se vincula la mente del bebé, el pecho materno y tiene sus raíces en la pulsión de muerte, lo que la hace constitucional y no relacional. Klein consideró la envidia como una fuente básica de la agresividad, pero al creer que aquélla era de naturaleza constitucional, unidad última de análisis, no desentrañó su estructura y su dependencia del narcisismo y de las vicisitudes de éste.

Aquí tendríamos que preguntarnos ¿en qué consiste el displacer propio de la envidia? Sugiero que el displacer que se produce, proviene de que el objetivo de la envidia es lo que posee el otro y esto coloca al otro en posición de superioridad frente al sujeto envidioso. Por lo tanto, no es el objeto envidiado lo que está en juego como elemento decisivo, sino las identidades del sujeto y el otro. Lo que se compara es la valía del sujeto con la de otro y al ser objeto de comparación, lo decisivo no es lo que cada elemento es en sí mismo sino la diferencia. La envidia surge a partir de la desvalorización previa del sujeto que en su encuentro con otro, al cual supone prejuiciosamente superior, va a terminar por encontrarle el rasgo que da testimonio de esa superioridad.

Por ello en la envidia el punto de partida es la precariedad de la autoestima. Para Klein la envidia está separada de la frustración y no son los elementos frustrantes del objeto materno o de la situación ambiental los que provocan el impulso envidioso. Ella consideró que la envidia era bipersonal al envidiar lo que el otro posee. Habría que preguntarse sí en realidad no hay un tercer elemento: qué es lo imaginarizado como envidiado entre el sujeto y el otro.

Para Klein existen desde temprano experiencias de antagonismo, de carácter violento y persecutorio que pueden precipitar en los celos, los cuales tienen una doble vertiente, que puede ser la agresión o la admiración. En su referencia a los celos es clínicamente importante su observación de que los celos pueden ser una defensa en contra de la envidia y una manera de ocultarla. Hoy por hoy, es importante tener presente que la envidia pertenece al orden del querer-tener y los celos al orden de querer-retener.

La envidia posee dos facetas y ambas son específicamente humanas, en vez de ser propias de los animales en general. Una de estas puede expresarse con las palabras "Yo quiero tener lo mismo que tiene aquél"; la otra, en cambio, con las palabras "Yo no quiero que aquél tenga más que yo". La diferencia entre estas dos facetas de la envidia es por demás clara; también ambas, por lo regular, se presentan en forma conjunta e inseparable. Los animales luchan y compiten por el acceso a distintos bienes, pero lo hacen sólo bajo el influjo de la carencia de alimento o de sexo. Dos osos hambrientos pueden pelear por un pez recién capturado; sin embargo, cabe suponer que cuando un oso se sienta satisfecho ni siquiera se le ocurrirá arrebatar peces a otros osos con el único fin de que aquéllos no se sientan plenamente satisfechos y no puedan saciar su hambre. Otra cosa sucede con la gente; las necesidades humanas no tienen límites fisiológicamente definidos y vemos, sobre todo entre aquellos elegidos por el destino, que hay personas que sienten que nunca tienen nada suficiente: ni suficiente fama, ni suficiente dinero, ni suficiente éxito, ni suficiente reconocimiento. Gracias a esta capacidad para el irrestricto incremento de las necesidades, la gente podrá resultar igual de creativa que desdichada: lo más evidente es que la insatisfacción puede llegar a convertirse en una fuente de esfuerzos creativos, como también, por otro lado, a crear una sensación de invalidez.

Es verdad que cuando esta sensación de invalidez sólo sirve de acicate para redoblar esfuerzos, no tiene por qué ser asociada con la envidia e, incluso, podemos encomiarla. Sin embargo, lo cierto es que la envidia muy a menudo se hace presente también ahí.

La envidia, a pesar de ser una emoción puramente humana, no constituye un simple reflejo, como lo son el miedo y el hambre; al parecer, surge de manera natural y espontánea, tal como si actuara bajo el apremio de las circunstancias. Como emoción de un simple particular, no necesita de ninguna ideología o doctrina. Otra cosa sucede cuando se convierte en un fenómeno social, socialmente significativo. Entonces es cuando exige una justificación ideológica. En tal caso se le denomina deseo de justicia y demanda de satisfacción por los agravios recibidos. ¡Pero cuidado!: cuando así decimos, no debemos insinuar que la demanda de justicia sea siempre un disfraz ideológico que encubre a la maligna emoción de la envidia. No. Tal demanda puede tener una buena e, incluso, muy buena justificación aun cuando la sostenga la fuerza de la envidia. Podemos juzgar que en aquellas sociedades donde hubo una fuerte y visible diferenciación clasista, la gente de las clases más humildes, a pesar de que sabía distinguir las bien marcadas diferencias entre su propio sistema de vida y el de los ricos, lo acogía como parte de un orden natural, como voluntad divina o como un inalterable régimen mundial. De haber sido de otra manera, seguramente habría estado rebelándose constantemente. La historia, no obstante, muestra con toda claridad que las rebeliones de pobres contra ricos en aras de la justicia no ocurrían más que esporádicamente, en ciertas, específicas circunstancias. Sin embargo, hoy, cuando casi toda la gente del mundo se halla expuesta a ostentosas y espectaculares exhibiciones de lujo, riqueza y fama en las pantallas de televisión, resulta un tanto difícil esperar que todos los que viven en verdadera carencia consideren este hecho como un factor inherente a su condición social. En tanto, por lo que atañe al propio concepto de carencia, es algo que no es posible definir sin tener que remitirse a las situaciones psicológicas socialmente designadas, a menos que se trate de una existencia que esté por debajo de los límites fisiológicos de resistencia. Yo, por ejemplo, puedo tener suficiente comida para mí y toda mi familia, medios para comprar ropa y pagar los gastos de calefacción, sufragar por lo menos los servicios de salud elementales y la escuela para mis hijos y, a pesar de todo, no dejar de sentir una espantosa envidia respecto a otros que poseen más que yo. En términos generales, no existe forma de definir hasta dónde las pretensiones relacionadas con la envidia puedan ser legítimas y en verdad ameriten llamarse demandas justas, y hasta dónde puedan considerarse como una simple incapacidad para conformarse con el hecho de que alguien tenga bienes de cualquier especie en mayor cantidad que yo, aunque, desde luego, ese "alguien" se haya hecho merecedor de los mismos.

Los desastres provocados por las ideologías igualitarias son un tema del que nos habla mucho la ciencia histórica, en tanto que los sermones religiosos dirigidos en contra de la envidia no surten el menor efecto, sobre todo en la actualidad. Por cierto, éstos son ahora cada vez menos frecuentes, ya que la Iglesia de hoy centra su atención, principalmente, en otros pecados más fáciles de nombrar. Además, es muy probable que en la Iglesia de hoy prevalezca un clima de confusión ante el estilo de todos aquellos papas y sacerdotes de antaño que exigían expresamente que nosotros reconociéramos todas las desigualdades existentes, todas las jerarquías y divisiones clasistas como un orden divino. Y aunque va de acuerdo con la actual enseñanza de la Iglesia el estigmatizar las desigualdades insoportables y la miseria curable, el exhortar a los oprimidos y marginados por las condiciones sociales a organizarse para su autodefensa y el hacer un llamado a los privilegiados a que por lo menos no vuelvan la espalda a la indigencia, de todos modos la envidia, junto con las desgracias que provoca y las ignominias que de ella emanan, no ha dejado de ser, ni mucho menos, un tema obsoleto tanto en categorías morales como políticas. Al igual que en todas las cuestiones que hay en el mundo, también aquí nos enfrentamos con ambigüedades difíciles de descifrar.

Es claro que es imposible calcular cuánta envidia hay en la sociedad; tampoco es de esperar que las encuestas en la opinión pública, formuladas sobre este particular, puedan arrojar resultados fidedignos. No obstante, las observaciones basadas en el sano juicio tampoco son del todo inadmisibles. A algún escritor le puede dar un patatús, por no decir ataque de locura, si algún otro escritor le hace la cochinada de recibir un Premio Nobel. A este respecto existen muy diversas tradiciones. La sociedad norteamericana, surgida sin jerarquías de clases ni privilegios, donde por tanto las diferencias entre la gente son básicamente de orden cuantitativo, calculables en dinero, quizás estará menos expuesta al demonio de la envidia. En cambio en Polonia, de acuerdo con tales juiciosas percepciones, esta emoción ocupa un lugar muy aparte. Un hombre de negocios estadounidense, según la costumbre de allá, tiene que desplazarse a bordo de un costoso automóvil último modelo, que a los ojos de los demás exhibe su sana condición financiera. Por consiguiente, eso forma parte de los costos propios. En cambio, alguien que pertenece a la profesión académica puede viajar en una destartalada carcacha, y eso ni lo desprestigia ni va en detrimento de su reputación. La envidia también se presenta en alto grado en relación con la gente del mismo círculo. Si no soy actor, puedo no concebir envidia respecto a los grandes y famosos actores; en cambio, si soy un pintor poco logrado, entonces la envidia frente a otros pintores, a los que gozan de un gran éxito, puede ser muy fuerte.

Pero repito: la sola aspiración de igualar a los demás, a los que han alcanzado algún éxito, no es nociva ni destructora, siempre y cuando estimule a un mayor esfuerzo; en cambio, sí es nociva y destructora cuando a lo que aspiro es a que a nadie le vaya mejor y cuando todo mi esfuerzo se encamina a querer perjudicar a ese otro, más eficaz, con la esperanza de poderlo reducir a mi propio nivel para que, de esta manera, estemos "parejos". Es algo que vemos a diario. "Qué nadie duerma tranquilo/ mientras yo dormir no puedo" —por tan sólo citar un verso de Staff.

Ahora bien, cabe preguntar si la envidia es una emoción a la que se puede combatir. Pienso que es una tarea absurda, sobre todo si se trata de aquella envidia que ha llegado a convertirse en un movimiento social. Se puede tan sólo intentar descargarla, no importa si está o no sustentada en pretensiones legítimas, pero lo más seguro es que la envidia como tal sea indestructible. En cambio, por lo que concierne a la envidia individual, a ésta tal vez se le pueda debilitar a través de la razón o inteligencia. La inteligencia resulta aquí indispensable.

La cuestión es la siguiente: el odio —individual o colectivo, étnico o clasista— se viste con facilidad con un ropaje de ideologías que adquieren apariencias de legitimidad. ¡Pero cómo! ¡Si otros —por ejemplo, los alemanes, o los rusos, o los ucranianos, o los judíos, o los mismos polacos— nos han hecho tan terribles daños! O bien: ¡ese hombre me ha lastimado tanto! Los agravios pueden ser reales o imaginarios, descritos con exactitud o exagerados sobremanera; sin embargo, dan visos de legitimidad a los odios, en tanto que la envidia en sí, a diferencia del odio, que mana de otras fuentes, es algo vergonzoso, algo que no se debe exhibir bajo ninguna circunstancia. Mientras tanto, como ya lo he dicho, ocultar la envidia es muy difícil, y los envidiosos, cuando producen sus emociones, dejan al descubierto su pequeñez con suma eficacia, aunque, por lo regular, la ceguera no les permite percatarse de ello. Sin embargo, todo aquel que se haya dado cuenta de algo tan sencillo podrá abstenerse de manifestar envidia y, tan pronto como lo logre (insisto: la inteligencia es aquí un factor imprescindible), la emoción en sí de algún modo la irá ahogando.

La envidia no perjudica mayormente a aquel contra quien va dirigida, ya que él fácilmente podrá pasarla por alto con sólo ver que el envidioso no hace más que poner en ridículo a su propia persona. A quien le hace daño, en cambio, es al mismo envidioso, a la vez que le produce tormentos. En consecuencia, si por algo son infelices los envidiosos es por su propia culpa.

Existe envidia cuando queremos lo que tiene otro. Cuando tenemos un pronunciado complejo de inferioridad, de inseguridad y de disconformidad con nuestro ser y con todo aquello que tenemos. Lo que tenemos resulta poco. No nos hace feliz.

Somos envidiosos cuando nuestras mentes no gozan de pleno estado de salud mental y no somos felices con nuestros logros, porque nunca nos conformamos con lo que nos ha dado la vida; con el sendero que elegimos transitar o con lo que nos ha tocado ser en este mundo en el cual hemos de vivir.

Desarrollamos nuestra envidia molestando a otros, deseándoles el mal, riéndonos o regocijándonos cuando al otro le va mal en lo que hace.

Algunas personas ya nacen con la característica tan peculiar— pero ampliamente compartida por otras en este mundo— de ser envidiosas. Aunque tratemos muchas veces de ocultarlo, o de eludirlo, ya sea por vergüenza a quedar desprevenidamente descubiertos por aquellos que están en nuestro círculo familiar, de amigos, o en
el laboral, ser envidioso es algo detectable.

Sentimos envidia cuando vemos que nuestro vecino— por describirlo así, puesto que podría ser tranquilamente una Persona allegada— consigue un empleo mejor remunerado que el anterior, aquel en el que durante 10 años no logró progresar— finalmente
un día la vida le sonríe, y le regala un golpe de suerte, en recompensa por su incesante búsqueda. Y es entonces cuando, luego de un año de haber trabajado jornadas extenuantes y demandantes bajo un estresante círculo vicioso laboral, repunta en su profesión, logra comprarse una modesta casa por medio de un pequeño crédito bancario, y consigue formar una familia. Pero, como si esto fuese poco
para la envidia del envidioso, nuestro vecino, además, se desarrolla en un hermoso y sano círculo de personas de iguales características, las cuales sienten que, aunque es poco lo que tienen, Dios o el mundo, o las vueltas de esta vida le han facilitado todo y, agradecidas, han aprendido a valorar lo que con su esfuerzo y devoción han obtenido. Y es por dicha razón, que respetan sus logros y son conscientes de sus limitaciones al igual que el aquí llamado “vecino”.

Pero, como si esto fuera poco para contribuir con la perforación de la úlcera del envidioso, este vecino es solemnemente aceptado por sus semejantes, querido por sus amigos, compañeros de trabajo, pero es incisivamente y silenciosamente odiado y maldecido por el envidioso, quien siempre estará cerca para decirle: “¡Y bueno, en todo no te puede ir bien! ¡Era hora de que te equivocaras! ¡No puede ser que siempre te vaya bien cuando no te lo mereces!”. Es ahí cuando el “vecino” se dará, quizás prematuramente o tardíamente, cuenta de que, la persona que le rodeaba, no es más que un nido de víboras esperando para arremeter
contra él y alborozarse de su desdicha y, por lo tanto, decidirá tomar otro camino que lo mantenga alejado de la lengua viperina del envidioso.

En la vida, tal como si fuese una prueba necesaria por la que deben pasar los seres humanos, debemos enfrentarnos a varios tipos de envidiosos: tenemos el envidioso hipócrita, que es aquel que siempre festeja lo que hace el otro haciendo una sonrisa de oreja a oreja y soltando carcajadas cuando el otro, sin saberlo, le cuenta de sus logros, de su progreso, de sus planes mediatos e inmediatos, y de su óptima salud mental y física, y el envidioso responde haciendo gestos que, hipócritamente, provoca para mantenerse cerca de la persona.

Tenemos el envidioso copión, que es aquel que nos imita pero, sin embargo, todo le sale mal o contrario a sus expectativas.

Tenemos el envidioso engreído compulsivo, que es aquel que nunca ha logrado nada pero que miente acerca de lo que tiene, compró o adquirió para superar a la otra persona.

Tenemos el envidioso curioso, que es aquel a quien solamente le interesa saber todos los pormenores de nuestras vidas; nos pregunta acerca de cómo compramos el auto, por ejemplo, cuánto lo pagamos, de dónde sacamos el dinero, si lo robamos porque le parece imposible que hayamos podido ahorrar para invertir en algo provechoso.

Tenemos el envidioso de doble cara y de doble discurso, que es aquel que nos alaba cuando está en compañía nuestra pero que, cuando se va, y visita a otra persona, habla a nuestras espaldas, y crea todo un panorama que no se condice con la realidad de nuestras vidas pero, como si le pareciese poco, le cuenta a la otra persona que somos excremento, y en consecuencia la otra persona incorpora el mismo concepto acerca de nosotros, pero el envidioso, cuando vuelve a nuestro hogar, o al círculo donde nos movemos, nos continúa hipócritamente alabando y pone en práctica el mismo procedimiento empleado con la otra persona.

Existe por último la peor clase de envidioso, el que junta a todos los otros tipos de envidioso. En él se condesan todas las carencias del mundo y todas las inseguridades.

El envidioso es mezquino, falto de nobleza de espíritu, es pequeño, diminuto, es pobre, necesitado, falto de lo necesario; es desdichado, desgraciado e infeliz. El envidioso, el envidioso desea y destruye, pero no es capaz de ganar ni de proponer.

La envidia en los hombres muestra cuán desdichados se sienten, y su constante atención a lo que hacen o dejan de hacer los demás, muestra cuánto se aburren.

1 comentario:

Anónimo dijo...

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